miércoles, 11 de agosto de 2010

longitud


Tenía los cabellos tan largos que se los fue cortando poco a poco hasta que las calles dejaron de encerrarse en sí mismas. Hasta que no quedó un sólo recuerdo sobre su cuerpo de la ruta por la que habría de volver del sitio donde vino. Un laberinto. La memoria le fue asfixiando el paso, cuando no pudo más pues los recuerdos también dan aliento, se detuvo, se sentó a esperar que el tiempo hiciera su trabajo.
Tejió una alfombra con su cabello, como una moira melancólica que sabe que no importa cuánto teja o desteja su destino sus cabellos nunca dejarían de crecer. 
Y así volvió al lugar de donde vino, el personaje, volvió a su cueva de verdad siguiendo sus cabellos tan largos que tardó años en llegar hasta su lecho, de muerte, de amante y de nacimiento. Todavía le faltaba mucho, porque cuando llegó al final su pelo era igualmente largo que sus recuerdos. 
Entonces la mujer que escribía hizo una trenza, los personajes, se dijo, deben siempre estar bien peinados.

Esciribó el punto final, se vió al espejo, y se despeinó, como la vida misma.

lunes, 26 de julio de 2010

La ciudad está paralizada, los vagabundos están escondidos, la gente se encierra en sus trabajos, los charcos se comen los autos.

La lluvia, única presencia en las calles.

Niños jugando videojuegos viejos, tan viejos que fueron creados cuando los papás eran niños. Los juegos modernos ya aburren porque los acabaron, jugar varias veces es aburrido, mejor empezar a descargar juegos viejos por internet. Sin embargo, se aburren muchísimo más, los gráficos exigen demasiada imaginación. Los niños quieren salir, pero no pueden. Graniza, relampaguea afuera.

Decenas de jóvenes encuerados, no para nadar a gusto en las inundaciones de pasos subterraneos, sino para protestar y salvar el agua estancada en el Golfo de México.

Viejos que recuerdan como de niños jugaban fútbol bajo la fuerte lluvia.

Lluvia, lluvia, lluvia, ¿cuándo parará de llover? Es una ciudad de habitantes que no quiere mojarse.

sábado, 15 de mayo de 2010

Mantengo cerrados los ojos, mis pies no dan para más, el espíritu pesa tanto que mi cuerpo está petrificado. Soñar sin horario, comer cuando el estómago interrumpe el sueño, reanudar el sueño al tener una boca que no necesita sonreír para expresar satisfacción.

Los senderos se recorren con escaleras eléctricas, así los ojos están libres de preocupación. Pasillos eléctricos para contemplar aviones que aún no despegan, señales en distintos idiomas, el sol en lo más alto del cielo a la hora de dormir, gente que camina con la mente en otro sitio, sus ojos están sometidos a la anticipación impresa en un guía turística. Pasillos eléctricos que conducen al control aduanero, al comienzo de una ciudad desconocida, los largos paseos en silencio, el extraño placer de caminar como si todas las ciudades fueran propias, tan tuyas pero moldeadas por la historia de pinturas marchitándose a causa de millares de disparos de flash todos los días, sin días de descanso.

Mirar la tierra desde el tren, el mar desde el avión. Aterrizar al principio, tomar el metro sin aire acondicionado, tolerar los empujones de la muchedumbre fatigada, salir al corazón de la ciudad que te vio nacer, notar que nada ha cambiado, aún así, ya no hay cupo para mí.

He regresado al principio con aires de otro principio, forzando a la ciudad a vagar por los litorales de mi espíritu. Camino ayudando a la ciudad a recuperarme. Una reconciliación mutua entre mi cuerpo y las paredes de la urbe.


martes, 11 de mayo de 2010

luna

happy subway

No todo está tan mal, pequeñas cosas suceden. Algunas mujeres despiertan del sueño de ser mujeres solamente. Hombres miran sus manos con ternura. Niños descubren nuevas maneras de aprender a sentir.
Pequeñas cosas pasan, no se notan a simple vista, hay que saber mirar, abrir los brazos, no dejarse matar el espíritu en el caos.
Nunca dejar matarse el espíritu en el caos. Nunca.

martes, 4 de mayo de 2010

Tratando de encontrarla

La chica de los ojos profundos, más profundos que las huellas invisibles de sus pasos, se pierde en la muchedumbre. La busco, cuando creía seguirla, centenares de rostros desconocidos me regalan falsas esperanzas.

Nadie era ella.

Un niño, al hallarme sumido en un trance desconcertante, se para delante de mí y se queda ahí alzando su cabeza lo más que puede, al estar delante de él, me pega con brusca dulzura, pega en la tela de mi pantalón un corazón tan diminuto como las uñas de mi mano, "NO ME OLVIDES", como tengo demasiada prisa, olvidé darle una moneda por su amable gesto, olvidé devolverle el corazón que parece una escama cursi, hasta olvidé a quién estaba buscando. Me paralicé por la repentina incertidumbre, el niño me alcanza con una sonrisa herida, me disculpo invitándolo a unos tacos.
En el puesto que seleccioné estaba la presunta madre de la chica de los ojos profundos, o buscarla sin tregua me hizo perder bastante tiempo, sin darme cuenta han pasado tantos años, ella no es su madre sino la misma chica, por fin, sin buscar la encontré. ¿Vagamos para encontrar sueños que sobreviven al abandono? Vagar es dejar atrás la resignación, vagar es seguir adelante, existir sólo con los pies, sentir las historias en el suelo, absorberlas mientras mis pasos dibujan otras huellas invisibles.

Vagar es estar con ella.

Vaga sonrisa, un desafío, vagar con ella para extenderle su sonrisa. Descansar afuera de un local cerrado o en la banqueta, mientras ella duerma, estiraré su cutis para confirmar si es ella. Examiné sus rasgos ásperos con el espíritu riguroso de un científico escéptico, que comprueba por milésima la ecuación, despejando la variante de las arrugas que extermino separando la punta de mis dedos.

Es ella, claro que es ella.

La profundidad de sus ojos es aún más profunda. Es imposible asegurar que es ella, no me atrevo a explorar su interior, me preocupa jamás regresar, hundirme en su alma trotamundos, su falta de fondo me hará olvidar de mi mundo cómodo, materialista. Son tantas cosas que pueblan en su cabeza, tantas calles, tantos laberintos, son tantos los pasos por dar, aquí, dentro de sus vasos sanguíneos, el hambre circula delicioso, no hay motivos para detenerse, aún queda el impulso de transformar mis pies en polvo desgastado.

Camino regando polvo, otro vagabundo respira mis recuerdos mientras duerme.

Aquel vagabundo pretende encontrarme para decirme que regrese a casa, que mis hijos se sienten huérfanos se casaron, que no deje huérfanos a mis nietos por obligar a sus padres a buscarme. Una familia nómada no persigue antepasados que extravían su cabeza al dar sus primeros pasos. Ellos no tienen porqué zozobrar por la ciudad hasta dar con la abismal mirada de la chica de ojos profundos. Tan profundos que el mundo resulta ser más pequeño que la piedrita atorada en un zapato saturado de orificios, de recuerdos sin importancia, de tierra lejana.

La mugre es la mejor compañera, no permite que una mosca se aventure a perturbar el sueño de un vagabundo. La mugre es la mejor compañera, resguarda del frío. Cede los derechos de soñar con viejos tiempos, esos tiempos de inmovilidad. La mugre justifica el movimiento perpetuo, el sueño justifica la inmovilidad temporal.

noche

A veces cuando las noches son densas, se presiente un sopor que anula las esperanzas a que amanezca. El cansancio es tal que es dificil callar las voces de la cabeza, todo es pesadez, en esas noches sueño que estoy en medio del vacío. Calles saturadas de desperdicios, ríos de jugos de persona, tacos, el tono agridulce de los cláxones mezclados con las plegarias de mujeres mendigas. Hay muchas mujeres pobres y descalzas, las sigo, estoy dormida, también puedo sentir la niebla, lluvia que viene a la ciudad de méxico. Las he seguido demasiado, no pensé que me perdería, que iba a volverme débil y a dejar mis zapatos afuera de un vagón, porque todas debemos ir iguales. todas iguales, de pronto tengo un niño en los brazos, tengo frío. Se siente bien tocar el piso del vagón descalza, está tibio, sé que todos me miran, pero es normal. siempre todos se miran de todas formas. Tengo hambre, mi hijo tiene hambre, si consigo algo de dinero espero que mi tío me deje unas monedas, le compraré un taco. Iremos al puente, dormiré; cuando duermo es como si no tuviera que comer. El día se acaba sin que existan problemas. Mi mamá vivía en el campo, cuando llegamos a la ciudad no aguantó el invierno ni la lluvia. Murió pronto, a los 34 años. Nos dejó a mis hermanos y a mi. Desde entonces tratamos de susbsistir. ellos están lejos. No volveré a verlos. Los abuelos no pasaron por ésto, vivían tranquilos en su ranchito, hasta que un hombre malo nos acusó por no sé qué delito, nos quitaron la tierra, la casa, las cosechas. no tendré nada que enseñarle a mi hijo. Morirá jóven, quizá adolescente víctima del mundo de la calle. Al menos no fue niña. a las niñas nos enseñan pronto el infierno, cuando tenía trece años me lo enseñaron. Pero tuve a mi hijo, y al menos no me lo quitaron.  No sé qué es la vida. A veces me parece que toda mi vida es éste vagón del metro, que el río corre en la oscuridad, que la lluvia nos baña los dolores, el sol nos seca la memoria del día anterior. Pero éste viaje eterno me alimenta. Cada vagón es la promesa, sólo eso, un día quizá el conductor del tren se acuerde de mi cara, sepa que voy adentro, y me lleve lejos con sus máquinas, y me ayude a correr lejos del padre de mi hijo. Por eso digo que la vida es éste tren, es la promesa.
Ya no siento las manos, el río de gente me lleva a otra estación, otra oscura, no veo nada, no siento frío en los pies, no siento estar cargando a mi hijo. Voy hacia otra parte, llevo zapatos, unos zapatos rojos, escucho el sonido de mis pasos subiendo unas escaleras. Muchas veces en una noche, subir y bajar escaleras, cerrar y abrir puertas, ponerme y quitarme la ropa. Ahora me dan dinero en la madrugada. Sé hacer cosas que nadie me enseñó a hacer. Poco a poco, la incertidumbre me fue trayendo hasta la cama y la vida me trajo muchos hombres. no tengo nada. Tengo la noche que viene, y la que sigue y la que sigue, y en cada una de ellas, quizá pueda despertar. Pero no hoy. Sigo dormida. Las sábanas son oscuras, mi cuerpo está cansado. No sé si sea cierto eso que me dijo un cliente un día; que todos los que dormimos algún día despertamos. no sé si sea cierto. Podía ser una mentira. Tampoco sabemos ya quienes estamos dormidos ni cuantos de nosotros vamos a salir de aquí.

domingo, 25 de abril de 2010

- Esta ciudad no está habitada por el hombre, sino por topos que fingen ser humanos.
El perro ladra con alegría.
- Tú podrías ser mejor persona que los topos.
El perro ladra mostrando los colmillos amarillentos.
- Esta bien, es hora de marcharnos.
El perro no emite sonido alguno pero menea como euforia su cola.

Y la mujer que disfruta la agonía de su juventud, con aires de una ermitaña altruista y endeudada con el pasado se acerca, el perro hace caso omiso mientras mastica un pedazo de pan. La fragancia de la muchacha es tan dulce que invita al desaire canino, después de tantos años de acostumbrarse a los hedores, lo dulce y suave es sinónimo de marginación. ese perfume tan exquisito le recuerda dolorosamente el maltrato de los taqueros cuando permanecía sentado buscando una posible señal generosa de una adolescente incapaz de acabarse su tercer taco, los balones que lo tumbaron cuando pasaba por casualidad detrás de una portería, las caricias de niños amorosos antes de ser ahuyentado a gritos por adultos escépticos, el olor sabroso de un mofle en pleno movimiento, la muerte de su hermano cuando trataron de cruzar una avenida sin semáforos, el milagroso pan que le salvó la vida cuando estaba mortalmente herido de hambre, las primeras palabras del vagabundo que jamás olvidará a pesar que sigue sin entenderlas cuando las recuerda. Ahora tiene miedo, ha comprendido que aquella muchacha está ofreciendo algo valioso al vagabundo, está celoso de eso, desconfiando de una belleza que no comprende, ¿por qué ese aroma extraño arranca sonrisas a su mejor amigo? El hedor simboliza el orgullo de la supervivencia.
Mientras el vagabundo y la mujer intercambian sonidos ilegibles y redundantes, el perro confirma una vez más que la ternura de un esencia es un mal augurio, el principio de una devastadora soledad, no obstante, la pestilencia de su mejor amigo no se ha extinguido, sigue apestando a lealtad, una lealtad que se reivindica mojando las llantas del auto que impregna una misma sensación olfativa de la hembra que pretende robarle a su confidente.
Funcionó el ritual, ambos han regresado pero son irreconocibles, sospecha que han compartido una especie de felicidad fugaz, no importa, la chuleta está sabrosa y jugosa, las papas a la francesa no vienen con catsup, ¿hace cuánto tiempo que no degustaba como esos perros limpios, pedantes y asiduos al peluquero? Mientras aproximan unos vasos blancos a sus bocas, el vagabundo pronuncia unas palabras.
- Ella será nuestra compañera por unos días.
El perro examina los pies de la nueva acompañante, experimentando una frágil voluntad de parte de ella.
- ¿Qué dices?
El perro no ladra, permanece inmóvil, con los ojos fijos en las manos como si esperara otra pregunta, de nuevo los ve intercambiar sonidos sin valor. mientras la muchacha se pierde de vista, el perro corre como loco por todo el parque, finalmente vacila en otra llanta del mismo auto. Un desliz. A patadas lo corretea el vecino de la muchacha, un hombre que ocasionalmente da aventón a la mujer. Arrepentido por el descuido, vuelve para reencontrarse con el temor, la mujer ha regresado, ha doblado las rodillas, ha abierto sus brazos, ha silbado, ha sonreído, ha tronado los dedos, con resignación cede a sus caricias.
El aliento meloso embriaga. Y los tres se marchan del parque, caminando sin rumbo, preparándose para resistir al frío de la noche que se aproxima. Entonces se da cuenta que los sujetos a quienes sigue el paso sólo han compartido una acústica verbal mientras esperaban que estuviera lista la chuleta ahumada con papas a la francesa. Qué agradable es ver a una mujer abandonarse a sí misma para hundirse en la vagancia.

Luisa

Un día antes de mi cumpleaños número 18 la encontré. Tenía el pelo canoso, blanco, -un hada- me dije, me habló del collar que llevaba, oscuro y redondo, el mismo que muchos años después yo regalara indolentemente suponiendo que era un amuleto que daba mala suerte en el amor.
Mala suerte. Ella tenía una bolsa de plástico en la mano, vendía pequeñas vasijas, le compré la más barata. Yo estaba en la prepa, pasaba las tardes asombrada por el color de la luz de otoño, que entonces descubrí no es como la luz de otras estaciones; es un caldo amarillo vertido sobre las paredes y un perfume visible encima de las bugambilias. No iba a clases, las saltaba todas. Pensaba que mis ojos eran capaces de ver más allá, algo en el mundo que las otras personas no son capaces de notar, era joven pobre e ingenua.


Ella pasó de largo, pasó mi cumpleaños, pasaron días, y volví a encontrarla por casualidad, le ofrecí comida, le dije que si necesitaba ropa yo podría darle una caja llena de cosas que pensaba donar a la iglesia cercana. Me bendijo y se fue.


De nuevo pasó el tiempo, llegó el día de la cita acordada, pero llegué tarde al lugar que habíamos acordado. Me sentí mal, la pobre anciana tan delgada, con esa historia que me había contado, habría estado sola esperándome horas en el frío que inesperadamente hizo esas tardes de otoño. Las mismas en que yo empezaba a enamorarme, a evadirme a mi misma en besos y promesas de vida, de ésas que a todos se nos dicen ésas que conforme crecemos vemos cómo se derrumban, una a una frente a nuestros ojos.
Pasaron semanas antes de que volviera a encontrarla, frente a un restaurante de Coyoacán pidiendo comida o dinero. Me disculpé, pero no me recordó, estaba molesta, vi en sus manos escuálidas la pena de saberse sola, aún llevaba la misma ropa, ella limpia, pero sus ojos grises, me pregunté por sus hijos, pensé que ella me había dicho en que no le estaba permitido verlos. Aparentemente un día la despojaron de todo, de su familia, de su casa, de su identidad. Llevaba años vagando por la ciudad.


Mi fantasía de adolescente me hizo crearme explicación para las coincidencias; sus augurios, el momento en que apareció, lo que significaba para mi su aparición. En otra vida seguramente nos dedicamos a lo mismo, pensé, su camino en la magia viró hacia un lado oscuro esta vez, se volvió contra ella. Seguramente estaba frente a mi en ese momento para recordármelo. 


Entonces sin pensarlo la interrumpí, le dije mirándola a los ojos;
-¿Qué hiciste mal? ( quería saber qué tipo de hechizo maligno se había vuelto en su contra ) ¿Por qué te quitaron a tus hijos?


Me miró fijamente y sus ojos se llenaron de odio, se abalanzó hacia mí tratando de pegarme, pero cayó al piso. La gente se nos quedó viendo, tuve una culpa que me ahogaba, la pobre mujer ahí enfurecida gracias a mis insolencias, yo desde mi vida cómoda, yo que no había podido ayudarla, la había cuestionado y había traído a su mente recuerdos que seguramente la herían.


Fue entonces cuando me maldijo, dijo unas cosas en un idioma extraño, que ni siquiera sé si era un idioma. No tuve miedo, pero me fui rápido de ese lugar, y traté de no pensar en ello los días siguientes. Era una gitana por lo que supe después.
Otras personas la conocían, era una anciana que solía maldecir cuando no se la ayudaba, cuando la gente no se compadecía como yo de su pobreza y su hambre.  Supe que venía de algún país eslavo, y que llevaba mucho tiempo dando vueltas por toda la ciudad. Llegué a verla de nuevo en lugares alejados unos de otros. El centro, el norte de la ciudad, el sur, la misma calle donde vivo.


De eso hará ya siete años. Lo mismo que duran las maldiciones, por lo que bien podría adjudicar toda desventura  en este lapso de tiempo a las palabras negras que profirió en mi contra ese día. Cuando era adolescente me identificaba mucho con los vagabundos, los desprotegidos. Pienso que éstos años he vagado igualmente por la vida, sin encontrar refugios, sin una dirección específica. Alimentando mi alma a penas día a día. Maldiciendo a quien me ha herido. Supongo que sé un poco cómo se siente, no el hambre ni el frío nocturno, pero sí esa locura que parece alejarnos de lo correcto, de la estabilidad y lo seguro. Los vagabundos muchos han elegido ese camino de asfalto, conozco un hombre que tiene su cama en el kiosko del parque de aquí cerca; un día hace veinte años abandonó su casa y durmió en la banqueta. Muchos habremos querido irnos. Algunos lo hemos hecho, pero muy pocos han tenido el valor de hacer de toda una ciudad su casa.  Los que tenemos techo confiamos en la tibieza de la cama donde dormimos, a veces nos sentimos perdidos y nos asustamos. Estamos ciegos, todos somos vagabundos, no importa cuanto queramos aferrarnos, ya hemos perdido todo, en esa cama tibia nos perdemos a nosotros mismos.


No volví a ver a Luisa, así la llamé. Pero hoy vi al hombre del kiosko compartir medio pan con un perro de la calle. Valieron la pena éstos siete años negros.

sábado, 24 de abril de 2010

A la ciudad le da igual si atravieso o no la puerta. Salir al exterior es la voz que tienen mis pies cuando mi mente pierde su voz. Un día supe que caminar, desde la perspectiva del cemento, es un cinismo barato; no pueden ser sólo las calles, las paredes, los semáforos, los coches, los microbuses, los camiones, el Metro, los demás peatones, la contaminación visual, la contaminación que mis pulmones toleran lo único que se pueda apreciar de la ciudad.

Falta algo. La brevedad no es propia de un vagabundo, menos en una ciudad tan enorme como la nuestra.

Brincar, explorar azoteas, volar encima de algunas cabezas, aferrarme a las paredes porosas. Saborear la libertad que la ciudad cede a los ágiles y a los locos. El dolor de todo el cuerpo es la huella más nítida de la ciudad, un tatuaje temporal en los músculos, la paz profunda en el sueño.