sábado, 15 de mayo de 2010

Mantengo cerrados los ojos, mis pies no dan para más, el espíritu pesa tanto que mi cuerpo está petrificado. Soñar sin horario, comer cuando el estómago interrumpe el sueño, reanudar el sueño al tener una boca que no necesita sonreír para expresar satisfacción.

Los senderos se recorren con escaleras eléctricas, así los ojos están libres de preocupación. Pasillos eléctricos para contemplar aviones que aún no despegan, señales en distintos idiomas, el sol en lo más alto del cielo a la hora de dormir, gente que camina con la mente en otro sitio, sus ojos están sometidos a la anticipación impresa en un guía turística. Pasillos eléctricos que conducen al control aduanero, al comienzo de una ciudad desconocida, los largos paseos en silencio, el extraño placer de caminar como si todas las ciudades fueran propias, tan tuyas pero moldeadas por la historia de pinturas marchitándose a causa de millares de disparos de flash todos los días, sin días de descanso.

Mirar la tierra desde el tren, el mar desde el avión. Aterrizar al principio, tomar el metro sin aire acondicionado, tolerar los empujones de la muchedumbre fatigada, salir al corazón de la ciudad que te vio nacer, notar que nada ha cambiado, aún así, ya no hay cupo para mí.

He regresado al principio con aires de otro principio, forzando a la ciudad a vagar por los litorales de mi espíritu. Camino ayudando a la ciudad a recuperarme. Una reconciliación mutua entre mi cuerpo y las paredes de la urbe.


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