domingo, 25 de abril de 2010

Luisa

Un día antes de mi cumpleaños número 18 la encontré. Tenía el pelo canoso, blanco, -un hada- me dije, me habló del collar que llevaba, oscuro y redondo, el mismo que muchos años después yo regalara indolentemente suponiendo que era un amuleto que daba mala suerte en el amor.
Mala suerte. Ella tenía una bolsa de plástico en la mano, vendía pequeñas vasijas, le compré la más barata. Yo estaba en la prepa, pasaba las tardes asombrada por el color de la luz de otoño, que entonces descubrí no es como la luz de otras estaciones; es un caldo amarillo vertido sobre las paredes y un perfume visible encima de las bugambilias. No iba a clases, las saltaba todas. Pensaba que mis ojos eran capaces de ver más allá, algo en el mundo que las otras personas no son capaces de notar, era joven pobre e ingenua.


Ella pasó de largo, pasó mi cumpleaños, pasaron días, y volví a encontrarla por casualidad, le ofrecí comida, le dije que si necesitaba ropa yo podría darle una caja llena de cosas que pensaba donar a la iglesia cercana. Me bendijo y se fue.


De nuevo pasó el tiempo, llegó el día de la cita acordada, pero llegué tarde al lugar que habíamos acordado. Me sentí mal, la pobre anciana tan delgada, con esa historia que me había contado, habría estado sola esperándome horas en el frío que inesperadamente hizo esas tardes de otoño. Las mismas en que yo empezaba a enamorarme, a evadirme a mi misma en besos y promesas de vida, de ésas que a todos se nos dicen ésas que conforme crecemos vemos cómo se derrumban, una a una frente a nuestros ojos.
Pasaron semanas antes de que volviera a encontrarla, frente a un restaurante de Coyoacán pidiendo comida o dinero. Me disculpé, pero no me recordó, estaba molesta, vi en sus manos escuálidas la pena de saberse sola, aún llevaba la misma ropa, ella limpia, pero sus ojos grises, me pregunté por sus hijos, pensé que ella me había dicho en que no le estaba permitido verlos. Aparentemente un día la despojaron de todo, de su familia, de su casa, de su identidad. Llevaba años vagando por la ciudad.


Mi fantasía de adolescente me hizo crearme explicación para las coincidencias; sus augurios, el momento en que apareció, lo que significaba para mi su aparición. En otra vida seguramente nos dedicamos a lo mismo, pensé, su camino en la magia viró hacia un lado oscuro esta vez, se volvió contra ella. Seguramente estaba frente a mi en ese momento para recordármelo. 


Entonces sin pensarlo la interrumpí, le dije mirándola a los ojos;
-¿Qué hiciste mal? ( quería saber qué tipo de hechizo maligno se había vuelto en su contra ) ¿Por qué te quitaron a tus hijos?


Me miró fijamente y sus ojos se llenaron de odio, se abalanzó hacia mí tratando de pegarme, pero cayó al piso. La gente se nos quedó viendo, tuve una culpa que me ahogaba, la pobre mujer ahí enfurecida gracias a mis insolencias, yo desde mi vida cómoda, yo que no había podido ayudarla, la había cuestionado y había traído a su mente recuerdos que seguramente la herían.


Fue entonces cuando me maldijo, dijo unas cosas en un idioma extraño, que ni siquiera sé si era un idioma. No tuve miedo, pero me fui rápido de ese lugar, y traté de no pensar en ello los días siguientes. Era una gitana por lo que supe después.
Otras personas la conocían, era una anciana que solía maldecir cuando no se la ayudaba, cuando la gente no se compadecía como yo de su pobreza y su hambre.  Supe que venía de algún país eslavo, y que llevaba mucho tiempo dando vueltas por toda la ciudad. Llegué a verla de nuevo en lugares alejados unos de otros. El centro, el norte de la ciudad, el sur, la misma calle donde vivo.


De eso hará ya siete años. Lo mismo que duran las maldiciones, por lo que bien podría adjudicar toda desventura  en este lapso de tiempo a las palabras negras que profirió en mi contra ese día. Cuando era adolescente me identificaba mucho con los vagabundos, los desprotegidos. Pienso que éstos años he vagado igualmente por la vida, sin encontrar refugios, sin una dirección específica. Alimentando mi alma a penas día a día. Maldiciendo a quien me ha herido. Supongo que sé un poco cómo se siente, no el hambre ni el frío nocturno, pero sí esa locura que parece alejarnos de lo correcto, de la estabilidad y lo seguro. Los vagabundos muchos han elegido ese camino de asfalto, conozco un hombre que tiene su cama en el kiosko del parque de aquí cerca; un día hace veinte años abandonó su casa y durmió en la banqueta. Muchos habremos querido irnos. Algunos lo hemos hecho, pero muy pocos han tenido el valor de hacer de toda una ciudad su casa.  Los que tenemos techo confiamos en la tibieza de la cama donde dormimos, a veces nos sentimos perdidos y nos asustamos. Estamos ciegos, todos somos vagabundos, no importa cuanto queramos aferrarnos, ya hemos perdido todo, en esa cama tibia nos perdemos a nosotros mismos.


No volví a ver a Luisa, así la llamé. Pero hoy vi al hombre del kiosko compartir medio pan con un perro de la calle. Valieron la pena éstos siete años negros.

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